En la época de los grandes viajes, un hombre
occidental que alcanzaba a llegar a Pekín se ganaba el asombro general. Ir
hasta el Congo y regresar vivo era hazaña que alcanzaba a justificar la
existencia toda.
No hace falta decir que, en nuestros días,
cualquier imbécil puede llegar a Pekín, al Congo o a ambos lugares, en muy
pocas horas, sin despeinarse y sin despertar el asombro de nadie.
Se comprende, entonces, que lo verdaderamente
admirable de una excursión gloriosa no reside en situarse en un punto más o
menos lejano, sino más bien en hacerse cargo de las penurias del trayecto. El
siglo XX ha eliminado casi todos los riesgos propios de los caminos. Ya no hay
bandoleros en las encrucijadas, ni ríos correntosos que vadear, ni alimañas
ponzoñosas, ni fiebres tropicales. El avión vuela por sobre todas estas calamidades
y resta a sus usuarios hasta la menor perspectiva de gloria.
Cuando se habla de viajes, los miembros de la
Sociedad del Pensamiento Fácil sienten estallar en sus cerebros una batería de
ocurrencias previsibles: las distancias se han acortado, las noticias se
conocen con rapidez, las diferentes culturas se presionan mutuamente y otras
módicas verdades de parecido efecto.
Pero hay más: la velocidad del traslado y la
eliminación de peligros y sobresaltos ha generado en las muchedumbres una
especie de santa impaciencia, conforme a la cual todo el mundo se cree con
derecho a alcanzar las metas que se propone, de manera inmediata y con el menor
esfuerzo.
Así, cuando un pelafustán declara que estamos en la
era del jet, no se limita a indicar la posibilidad de viajar a Madrid en 11
horas, sino que trata de sugerir la conveniencia de hacer las cosas rápidamente
y sin mancharse los pantalones.
Estos asuntos -que no parecen demasiado apasionantes-
fueron, sin embargo, el eje de una larga polémica. Ciertos espíritus obtusos de
la calle Boyacá, alcanzaron a sentir -ya que no a razonar- que todo viaje es
inútil, cuando no nefasto.
Así nace la Cooperativa Enemigos de los Viajes,
entidad sedentaria y conservadora que postulaba la conveniencia de no moverse.
El testimonio que queda de sus desvelos es relativamente escaso. Cabe suponer
que se trataba de gente perezosa. Igualmente, fueron capaces de preparar un
interesante proyecto sobre prohibición de mudanzas.
Allí se sostiene que toda mudanza es triste e
indeseable y que causa dos daños al mismo tiempo: uno en el antiguo barrio,
donde se padecerán los dolores de la ausencia; otro, en el barrio nuevo, donde
se soportarán las violencias de recibir extraños. Este trabajo no fue
presentado a las autoridades, tal vez por no costearse hasta el centro.
Con signo absolutamente opuesto, en Caballito
funcionaba la Sociedad de Viajeros Perdidos. El éxito de este grupo perdura
hasta nuestros días. En sus oficinas (cuando había alguien) se recitaban a voz
en cuello las ventajas infinitas de viajar a cualquier parte.
Según los viajeros perdidos, recorrer el mundo es
la única forma de alcanzar la cultura y aun la sabiduría. La afirmación no
parece muy consistente: la calle está llena de sujetos que han recorrido los
cinco continentes, permaneciendo en la más inmaculada ignorancia. De cualquier
modo, los kilómetros transitados y los países conocidos otorgaban rango y
jerarquía en este círculo. "Se lo digo yo, que he visitado Albania"
era un argumento prácticamente irrefutable, aun cuando se estuviera discutiendo
sobre la formación del equipo de San Lorenzo.
Sintiendo las ráfagas de estos vientos contrarios
caminaban -perplejos- los Hombres Sensibles de Flores. Ellos nunca habían sido
grandes viajeros. Pero les gustaba presentir que el mundo estaba lleno de
lugares extraños e inaccesibles, donde ocurrían cosas prodigiosas. Algunas
veces, los Narradores de Historias contaban las aventuras de peregrinos que
habían llegado hasta el Tigre o incluso hasta La Reja, para descubrir paisajes
exóticos y costumbres sorprendentes.
Tal vez estos relatos impulsaron a algunos de los
muchachos del Ángel Gris a emprender menesterosas exploraciones. De ellas queda
fantástica memoria del libro de Jorge Allen "20.000 kilómetros alrededor
de Villa Bosch" y -especialmente- en el "Cuaderno de Viajes" de
Manuel Mandeb.
La primera de estas obras es ficción pura. Se trata
de un poema en el que aparecen figuras de la mitología griega saltando de los
tranvías en la estación Tropezón. La intención de Allen -según parece- fue
escribir una especie de odisea suburbana. No lo consiguió. Sus alegorías
resultan demasiado groseras: Ulises Lo Menso se llama el protagonista. Su
mujer, que lo espera en Lugano, Penélope C. de Lo Menso. Existe un tuerto
gigantesco (el cíclope) y una bruja hermosa que tira cartas.
Mucho más interesante es el cuaderno de Mandeb.
Cada capítulo es un viaje real, consignado con toda precisión. Hay que reconocer -eso sí- que
no son excursiones demasiado sorprendentes.
La primera, "Caminando hasta Luján", es un
fracaso. El protagonista confiesa que abandonó el intento en Rivadavia e
Irigoyen, no mucho más allá de Villa Luro, víctima del cansancio.
"Villa Rizzo, el pueblo perdido" nos da
noticias de la existencia de un barrio secreto, oculto entre una cancha de golf
y los talleres Alianza. Mandeb pretende que las calles son allí de carbonilla,
las veredas altas y las casas de estilo ferroviario.
"Perdidos en Parque Chas" es la crónica
de una frustrada noche de garufa. Mandeb y sus amigos fueron invitados a un baile
en la calle Bucarest. Desdeñando las advertencias de los hombres sabios, se
internaron en el barrio sin salida. Y se sabe lo que ocurre en Parque Chas: uno
se pierde irremediablemente. Vale la pena transcribir unas líneas:
"A eso de las doce, llegamos a la misma
cigarrería. Ya era la quinta vez. Como en otras ocasiones, interrogamos al
viejo que atendía. Sus indicaciones fueron nuevamente distintas. Loco de furor,
salté sobre el mostrador y comencé a estrangularlo.
-Viejo mentiroso...¿Cuál es la calle Bucarest?
¿Cómo se sale de este infierno?- El anciano terminó por confesar que no lo
sabía. Muy compungido, admitió que el mismo había desembocado en Parque Chas en
1939. No habiendo podido salir de allí, se resignó a instalar un quiosco,
gracias al cual sobrevivía, aunque abrigaba el secreto anhelo de volver a Villa
Crespo, barrio del que nunca debió salir."
Este capítulo finaliza con la providencial intervención
de un taximetrero, quien si bien no acertó a llevarlos a la calle Bucarest, por
lo menos sacó -después de varias horas- a la Avenida de los Incas.
Hay setenta relatos. Merecen recordarse "Los
misterios de la Plaza Irlanda", "Río Reconquista: hasta el nombre te
han cambiado", "Cómo eludir a los duendes extranjeros de El
Palomar" y "Registro de las tribus de José C. Paz", entre muchos
otros. Sobre el final de la obra, Mandeb se permite algunas opiniones generales
sobre el tema.
Afirma el pensador
que el propósito fundamental de todo viaje es el regreso. "La grandes
distancias me enseñaron a ver mejor la esquina de mi casa. También, aprendí el
valor de la ausencia: cualquier lugar es mejor, apenas uno se va".
La tradición oral de Flores registra otros viajes
memorables: las excursiones de Luciano, el canillita que volaba; los cuentos
del viejo Mariotti, el maquinista del ferrocarril; la inconcebible gira del
doctor Schultz, que -según dicen- se fue a Europa.
El análisis de todos estos testimonios, nos permite
advertir que los Hombres Sensibles de Flores habían captado el sentido del
viaje corto. Y este es un acierto que no muchas personas han sabido aplaudir.
Desechada la idea de enfrentar dificultades extremas (pantanos, montañas,
antropófagos), tanto puede uno encontrar aventuras en Leipzig como en Lanús.
Sin embargo, el trabajo de la Sociedad de los
Viajeros Perdidos ha dado sus lamentables frutos. Casi todo el mundo piensa hoy
que viajar le da sentido a la vida. Muchas personas se corren hasta Italia,
obtienen allí centenares de fotografías y vuelven luego enriquecidos, aunque
más no sea, con un nuevo tema de conversación.
Esto es aburrido, pero no perverso. Mucho peores
son aquellos que dicen viajar para encontrarse a sí mismos. ¿En qué consiste
este viaje? No se sabe bien. Quizás un lechuguino gasta sus ahorros en un
pasaje a Calcuta. Una vez en esa ciudad, empieza a buscarse minuciosamente.
Pregunto: ¿y si no está? Debe ser francamente desalentador recorrer una
distancia tan grande para vivir un desencuentro.
Por lo demás, bien se dice que uno no encontrará en
sitio alguno nada que no haya llevado consigo. Para comprender que uno es un
tonto, no es necesario trasladarse a Katmandú.
Veamos un último fragmento de Mandeb.
"Todo viajero es la mitad de sí mismo. No hay
lugar en los aviones para llevar las cosas que lo completan. Esquinas, gestos,
personas, vientos, olores, tapiales, saludos, colores y miradas no caben en las
valijas.
Se me dice que algunos hombres no conocen la
querencia. Son personas incomprensibles, que se reputan ciudadanos del mundo.
Yo prefiero ser criollo."
Quien escribe coincide -por una vez- con el mentor
de Flores. No está mal contemplar las catedrales góticas, los canales de
Venecia o la gran muralla. Sí está mal creer que esas contemplaciones darán
sentido a nuestra vida. Para encontrarse a uno mismo no es necesario caminar
mucho. Se lo digo yo, que me he rastreado por todas partes y me encontré en el
patio de mi casa, cuando ya era demasiado tarde.
Fuente: http://www.merofondo.com.ar
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